"Un sacrificio por amor", es un cuento escrito por el estadounidense William Sydney Porter (1862-1910), mejor conocido con el pseudónimo de O. Henry, el cual viene incluído en la antología de cuentos "Los cuatro millones" (1906). Este, al igual que la mayoría de sus cuentos, refleja el cambio repentino de la trama cuando va a terminarse cada historia. La frase inicial la considero una de mis citas favoritas. Disfrútenlo.
"Un sacrificio por amor"
Cuando uno ama su propio arte, ningún sacrificio parece demasiado arduo.
Esa
es nuestra premisa. Este cuento extraerá de ella una conclusión y, al
mismo tiempo, demostrará que la premisa es incorrecta, lo cual
constituirá algo nuevo en lógica y un hecho en la narración de cuentos,
más viejo que la gran muralla de China.
Joe Larrabee surgió de las
llanuras de robles del medio oeste, palpitando con el genio del arte
pictórico. A los seis años dibujó un cuadro representando la bomba de la
ciudad, por el lado de la cual pasaba aprisa un ciudadano prominente.
Este esfuerzo pictórico fue colocado en un marco y colgado en el
escaparate del bar, al lado de una fila irregular de botellas de whisky.
A los veinte años, partió para Nueva York con una corbata de moño
suelto, y un capital algo más ajustado.
Delia Caruthers hacía
cosas en seis octavas tan promisorias en una aldea de pinos del sur, que
sus parientes guardaron mucho en su barato sombrero para que ella fuese
al “norte” y “terminara”. No podían ver su t..., pero ésa es nuestra
historia.
Joe y Delia se conocieron en un atelier donde se había
reunido un grupo de estudiantes de arte y música, para discutir el
claroscuro, Wagner, música, las obras de Rembrandt, cuadros,
Waldenteufel, papel de pared, Chopin y Oolong.
Delia y Joe se
enamoraron uno del otro o mutuamente, como a usted le agrade, y, en
breve lapso, casaron..., pues (véase más arriba) cuando uno ama su
propio arte ningún sacrificio parece demasiado arduo.
El señor y
la señora Larrabee comenzaron a mantener un departamento. Era un
departamento triste como el mantenido en la primera octava del piano.
Pero ellos se sentían felices, pues tenían su Arte y se sonreían
mutuamente. Yo daría un consejo a los jóvenes ricos: vendan todas sus
posesiones y denlas al portero de su casa, por el privilegio de contar
con un departamento en el que habiten su arte y su Delia.
Los
moradores de departamentos apoyarían mi sentencia de que a ellos solos
pertenece la auténtica felicidad. Si en un hogar reina la felicidad,
nunca es demasiado estrecho; dejen que el aparador se desplome y
convierta en una mesa de billar; que el manto de chimenea se trueque en
un aparato de remo; el escritorio en un dormitorio de huéspedes; el
lavabo en un piano vertical; que las cuatro paredes se junten si lo
desean, siempre que usted y su Delia queden entre ellas. Pero, si el
hogar es de otra clase, que sea amplio y largo; entre usted por la
Puerta de Oro, cuelgue su sombrero en Hatteras, su capa en el Cabo de
Hornos y salga por el Labrador.
Joe pintaba en la clase del gran
Magister; usted conoce su fama. Sus honorarios son elevados; sus
lecciones, breves; sus luces sutiles le han valido renombre. Delia lo
hacía con Rosenstock; usted tiene noticias de su reputación como
desbaratador de las teclas del piano.
Fueron muy felices en tanto
tuvieron dinero. Así son todos...; pero no me mostraré cínico. Sus
objetivos eran muy claros y definidos. Joe pronto sería capaz de pintar
retratos que viejos caballeros de delgadas patillas y abultadas carteras
se atropellarían en su estudio para tener el privilegio de adquirir.
Delia se familiarizaría con la música y se tornaría luego desdeñosa
hacia el arte de la bella combinación de los sonidos, de manera que
cuando vio que las entradas para un concierto no se vendieron, pudo
haber tenido dolor de garganta y quedarse en un comedor reservado,
rehusándose a salir al escenario.
Pero lo mejor, en mi opinión,
era la vida hogareña en el reducido departamento: las ardientes y
volubles pláticas que tenían lugar después del estudio cotidiano; las
cómodas cenas y los frescos y ligeros desayunos; el intercambio de
ambiciones: ambiciones que se mezclaban con las del otro miembro de la
pareja, o bien eran imposibles de ser tenidas en cuenta; la ayuda e
inspiración mutuas, y -pasen por alto mi naturalidad- las aceitunas y
los sándwiches de queso a las 23.
Después de un tiempo, el Arte
hizo alto. Así sucede, a veces, aun cuando ningún guardabarrera le haga
señas con la bandera. Todo sale y nada entra, como dicen los vulgares.
Faltaba el dinero para pagar al señor Magister y a herr Rosenstock.
Cuando uno ama su propio Arte ningún sacrificio parece arduo. Por
consiguiente, Delia le manifestó a su esposo que debía dar lecciones de
música para conservar la olla hirviendo.
Durante dos o tres días, salió en busca de alumnos. Una noche regresó a su casa triunfante.
-Joe,
querido -dijo alegremente-, tengo un alumno. Y, ¡oh!, la mejor gente.
La hija del general... general A. B. Pinkney, que vive en la calle
Setenta y Uno ¡Qué espléndida casa, Joe; tienes que ver qué puerta de
calle! Creo que tú la llamarías bizantina. ¡Y adentro! ¡Oh, Joe!, nunca
había visto una cosa semejante.
“Mi alumna se llama Clementina. Ya
la amo. Es delicada, viste siempre de blanco y posee las maneras más
dulces y simples. Tiene sólo dieciocho años. Le voy a dar tres lecciones
por semana. Y, ¡date cuenta, Joe!, me pagarán cinco dólares por
lección. No tengo, pues, el más mínimo inconveniente en enseñarle; así,
cuando tenga dos o tres alumnos más, podré reanudar mis lecciones con
herr Rosenstock. Bueno, desarruga ahora ese ceño, querido, y comamos
bien.”
-Eso te conviene mucho, Delia -repuso Joe, atacando una
lata de guisante con un cortaplumas y un tenedor-, pero, ¿qué me dices
de mí? ¿Crees que voy a dejar que corras de un lado a otro en busca del
sueldo, mientras yo coquetee en las regiones del arte elevado? ¡Por los
restos de Benvenuto Cellini, no! Me parece que puedo vender diarios o
colocar adoquines en las calles, y ganar un par de dólares.
Delia se le colgó del cuello.
-Joe,
querido, eres tonto. Debes continuar tus estudios. No sería lo mismo si
yo dejara la música y fuese a trabajar en alguna otra cosa. Mientras
enseño, aprendo. No me aparto de los límites de la música. Y, con quince
dólares por semana, podemos vivir como millonarios. No debes pensar en
abandonar al señor Magister.
-Perfectamente -dijo Joe estirándose
para coger el plato azul de verduras-. Pero detesto que des lecciones.
Eso no es arte. Pero eres lo suficientemente buena como para hacer eso.
-Cuando una ama su Arte, ningún sacrificio es demasiado arduo -dijo Delia.
-Magister
exaltó hasta el cielo el boceto que hice en el parque -dijo Joe-. Y
Tinkle me dio permiso para colgar dos de ellos en su vidriera. Podré
vender alguno si los ve algún idiota adinerado.
-Estoy segura de que lo harás -repuso Delia dulcemente-. Y ahora, agradezcamos al general Pinkey y a este asado de ternera.
Durante
la semana siguiente, los Larrabee tomaron el desayuno temprano. Joe se
hallaba entusiasmado con los bocetos de efectos matutinos que estaba
haciendo en el Parque Central, y Delia lo despidió, desayunado, mimado,
ponderado y besado, a las 7. El Arte es una novia comprometedora. Muchas
veces, cuando regresaba, eran las 19.
Al final de la semana,
Delia, dulcemente orgullosa pero lánguida, colocaba de manera triunfal
tres dólares sobre la mesa de centro de ocho por diez (pulgadas) de la
sala de ocho por diez (pies) del departamento.
-A veces -dijo la
mujer con cierto hastío-, Clementina me acaba. Me parece que no practica
lo suficiente y tengo que repetirle todos los días las mismas cosas. Y
siempre se viste de blanco, lo cual se torna monótono. ¡Pero el general
Pinkey es el viejo más encantador que he visto! Me agradaría que lo
conocieses. A veces se presenta cuando estoy practicando con Clementina,
y se para frente al piano, tirándose sus blancos bigotes. “¿Y cómo
marchan las semicorcheas y las fusas?” me pregunta siempre.
“¡Me
gustaría que vieras cómo tienen arreglada la sala, Joe! Poseen cortinas
con ruedo de Astracán. Clementina tiene una tos muy cómica. Espero que
sea más fuerte de lo que aparenta. Oh, le estoy cobrando verdadero
cariño; ¡es tan cortés y distinguida!... El hermano del general Pinkey
fue embajador en Bolivia."
Joe, con el aire de un Montecristo,
extrajo un billete de diez dólares, uno de cinco, uno de dos, y uno de
uno -todas tiernas notas legales- y los dejó al lado de las ganancias de
Delia.
-Vendí la acuarela del obelisco a un hombre de Peoría -le comunicó abrumadoramente.
-No me bromees -repuso Delia-, ¡no es de Peoría!
-Te
lo aseguro. Me gustaría que lo conocieras, Delia. Es grueso, usa una
bufanda de frisa y mondadientes de pluma de ave. Vio el dibujo en la
vidriera de Tinkle y al principio creyó que era un molino de viento. Sin
embargo, el hombre resultó una bendición, pues luego lo compró. Me
pidió otro, un óleo de la estación ferroviaria de Lackawanna. ¡Lecciones
musicales! Oh, creo que el Arte radica todavía en eso.
-Estoy muy
contenta de que continúes en tus trabajos -dijo Delia cordialmente-.
Estás llamado a triunfar, querido. ¡Treinta y tres dólares! Nunca hemos
dispuesto antes de tanto dinero. Esta noche comeremos ostras.
-Y filet mignon y champaña -dijo Joe-. ¿Dónde está el tenedor para aceitunas?
El
sábado siguiente por la noche Joe llegó a su hogar. Colocó sus
dieciocho dólares sobre la mesa de la salita y se lavó la pintura de las
manos, que parecían demasiado sucias.
Media hora después se hizo presente su esposa, con la mano derecha vendada.
-¿Qué significa esto? -interrogó Joe después de su usual saludo. Delia rió, pero no muy alegremente.
-Clementina
-explicó la mujer- insistió en que comiera conejo de Gales después de
la lección. Es una muchacha extraña. Semejante comida a las 17. El
general estaba presente. Tendrías que haberlo visto correr con la
fuente, Joe, como si no hubiera sirvienta en la casa. Me he dado cuenta
de que Clementina no goza de buena salud; es muy nerviosa. Al servir,
dejó caer sobre mi brazo un gran trozo de conejo hirviendo. Me quemó
horriblemente, Joe. ¡La pobre muchacha estaba muy afectada por lo que le
sucedió! El general Pinkey, Joe, casi se vuelve loco. Se lanzó
escaleras abajo y envió a alguien -dicen que al cocinero o alguna
persona de servicio- a una farmacia, en busca de un poco de óleo
calcáreo y vendas para atarme la mano. Ahora no me duele mucho.
-¿Qué es esto? -interrogó Joe tomándole tiernamente la mano y tirando de los algodones que tenía debajo de la venda.
-Es algodón con óleo calcáreo -repuso Delia-. Oh, Joe, ¿vendiste el otro cuadro? -había visto el dinero sobre la mesa.
-¿Si
lo vendí? -interrogó el esposo-; pregúntale al hombre de Peoría. Hoy
llevó el que representa a la estación. Tal vez me pida el paisaje de un
parque y una vista del Hudson. ¿A qué horas te quemaste la mano, Dele?
-Creo
que a las 17 -contestó la mujer quejumbrosamente-. La plancha, quiero
decir el conejo, lo sacaron del fuego más o menos a esa hora. Tendrías
que haber visto al general Pinkey, Joe, cuando ...
-Siéntate aquí un momento, Dele -dijo Joe. La arrastró hasta el sofá, se sentó al lado de ella y la rodeó con sus brazos.
-¿Qué has estado haciendo durante las dos últimas semanas? -interrogó el hombre.
Delia
lo desafió durante unos instantes con una mirada preñada de amor y
decisión, y murmuró vagamente un par de frases acerca del general
Pinkey. Pero, por fin, agachó la cabeza y surgieron la verdad y las
lágrimas.
-No pude conseguir ningún alumno -confesó-. Y no me era
posible tolerar que abandonaras tus lecciones, de manera que he
conseguido una ocupación de lavandera en ese gran taller de lavado y
planchado de la calle Veinticuatro. Creo que procedí bien al inventar la
existencia del general Pinkey y de Clementina, ¿no te parece! Esta
tarde, cuando una muchacha del lavadero me asentó una plancha caliente
en el brazo, inventé esa historia del conejo de Gales. ¿No estás
enojado, verdad, Joe? Si no hubiera conseguido el trabajo no habrías
podido vender tus pinturas al hombre de Peoría.
-No era de Peoría -repuso Joe lentamente.
-Bueno,
no interesa de dónde procedía. ¡Qué inteligente que eres, Joe!... Y...,
bésame, Joe... ¿Qué fue lo que te hizo sospechar que no daba lecciones a
Clementina?
-No sospeché -repuso el hombre- hasta esta noche. Y
tampoco habría desconfiado, si no hubiera sido porque esta tarde envié
esos algodones y el óleo calcáreo, desde el cuarto de máquinas, para una
muchacha del piso alto que se había quemado la mano con la plancha. He
estado trabajando en las máquinas de ese lavadero durante las dos
últimas semanas.
-Y entonces tú no...
-Mi comprador de
Peoría -dijo Joe- y el general Pinkey son ambos creación del mismo arte,
al cual no podrías llamar ni pintura ni música.
Ambos rieron y Joe comenzó:
-Cuando uno ama su propio Arte ningún sacrificio parece...
Pero Delia lo interrumpió poniéndole la mano en los labios.
-No -dijo-, simplemente “cuando uno ama”.
O. Henry
"Old Kiss" de Leonid Afrémov
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